viernes, 27 de noviembre de 2009

Verano del 86

Fue en 1986. Recuerdo perfectamente aquel verano. El mundial debía haberse celebrado en Colombia, pero este país no cumplió con las medidas de seguridad y se designó a México como organizador.
México 86 inventó la ola en las gradas y consagró un nuevo dios del fútbol, Maradona. La Inglaterra de Shilton y Lineker contempló paralizada como aquel equipo canchero y sureño, capitaneado por un barrilete cósmico vengaba en la superestructura del pan y circo la humillación sufrida por su pueblo (instada por la dictadura de un grupo de militares iluminados) a manos de la gran potencia colonial británica. Recientes los ecos de la guerra de las Malvinas, Maradona fabricó el gol más bello de la historia de los mundiales de fútbol, porque mezcló velocidad, dribling, presición, técnica y política. Minutos antes, Maradona había marcado un gol con la mano y al ser preguntado si reconocía haber marcado el gol de forma antirreglamentaria, solo pudo decir que él no era consciente, y que en todo caso se trató de la mano de dios. Hasta creo recordar que Víctor Hugo Morales -un conocido locutor de radio- manifestó que dios era argentino. El orgullo albiceleste nos hizo a todos un poco argentinos. Hoy lo recordamos con cierta nostalgia porque aquel fue el mejor jugador que hemos visto jugar. Y también porque éramos muy jóvenes.

Pero yo recuerdo aquel verano por encima de todo, por una joven mujer. Un verano en el que, tras infinitos escarceos y miles de fantasías absurdas, una joven mujer tuvo la indelicadeza y el sinsentido común necesarios para revolcarse con un adolescente nervioso, que todavía recuerda, entre imágenes inseguras una dura lucha entre la excitación y la imprecación. Y por encima de todo, una mareante sensación de no saber qué hacer, de no saber cómo hacer.

Aquel verano de 1986 entre Maradona, la escasez de ropa y la humillación inglesa me causó una conmoción de la que aún no estoy seguro de haberme repuesto.

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