viernes, 22 de enero de 2010

La anciana entre las rocas

Los penitentes yacían acuchillados y destripados entre las piedras en toda clase de posturas. Muchos de ellos estaban alrededor de la cruz caída, algunos mutilados y algunos sin cabeza. Quizá se habían congregado al pie de la cruz buscando protección pero el hoyo en donde la habían plantado y el montón de piedras que lo rodeaba mostraban que la cruz había sido derribada y el cristo, que ahora yacía con las cuerdas ciñéndole aún las muñecas y los tobillos, masacrado y despanzurrado.
El chaval se levantó y contempló el desolado espectáculo y entonces vio en un pequeño nicho en las rocas a una vieja arrodillada con la mirada baja y envuelta en un rebozo descolorido.
Pasó entre los cadáveres y se paró a su lado. Era muy viea y su rostro estaba gris y cuarteado y la arena se había acumulado en los pliegues de su vestido. Ella no levantó la vista. El chal que le cubría la cabeza estaba muy descolorido pero la tela conservaba como un motivo tejido figuras de estrellas y cuartos de luna y otras insignias de proceencia desconocida para él. Le habó en voz baja. Le dijo que era americano y que y que estaba muy lejos de su país de origen y que no tenía familia y que había viajado mucho y visto muchas cosas y que había estado en la guerra y pasado muchas penurias. Le dijo que la llevaría a un lugar seguro, entre paisanos de ella que le abrirían las puertas y que era lo mejor que podía hacer pues no podía dejarla en aquel lugar donde sin duda moriría.
Apoyó una rodilla en la tierra descansando el rifle como si fuera un cetro. Abuelita, dijo. ¿No puedes oirme?
Alargó la mano hacia el pequeño nicho y le tocó el brazo. La anciana se movió ligeramente, todo su cuerpo, liviano y rígido. No pesaba nada. No era mas que una concha seca y llevaba muerta en aquel lugar varios años.

Cormac McCarthy "Meridiano de sangre".

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