viernes, 12 de febrero de 2010

Desencuentro

¿Qué voy a deciros queridos amigos que no sepáis ya, ¿hay algo que no sepáis?
Se extinguió el tiempo de los encuentros, se encendió la llama de la derrota y prendió sobre las heridas borboteantes de los vivos conscientes de estarlo.
Como podría calibrar yo mis desencuentros. Como podríais transmitirme los vuestros, si entre los juicios, los prejuicios y la ausencia de memoria de olores y sabores no quedan asideros que nos lleven a un plaza mayor de las empatías.
Esos tipos que nos vamos encontrando día a día, inhóspitos, qué tipos. Ya son arquetipos.
Sonrisas de niños lejanos. Eso sí nos devuelve al azar de conectarse a la vida. Las sonrisas de niños y sus llantos siempre nos devolverán a la vida. Las de los niños anónimos a los que en el fondo no sabemos decirles si les espera un horizonte esperanzador o uno desesperado.
Cadenas de desencuentros. Ni enseñar la chorra nos va a librar de ese pesado yugo. El hastío está recorrido de placeres (el mundo al revés). Un camino hacia la decrepitud compensado por el deleite de las cosas sencillas, nuestras canciones, nuestras manías, nuestras cosas.
Y todavía cantamos. Todavía. Aprendimos pronto y olvidamos rápido, ¿o fue al revés?
Y canto a la abstracción del desencuentro porque a la vuelta de cualquier esquina un disparo de vida puede golpear con total virulencia los exiguos soportes de nuestros apegos y desapegos. Un disparo ejecutado con balas de fuego. Un encuentro.
Un encuentro que evoca un pasado desencuentro. Y emerge como un brote imparable, un geiser de tiempo, potente como la miseria, contundente como el tiempo perdido, lacerante como los amores frustrados. Un férreo golpe sobre el hipotálamo proferido directamente sobre las conexiones neuronales que provocan las emociones. Las más simples emociones, las inolvidables, las incurables. Aquellas que solo se mitigan con un fuerte abrazo sobre el ser u objeto prohibido.

Y eso sí, quiero creer que la sonrisa de un niño lejano siempre nos devolverá a la vida.

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